La generación a la que pertenece Guillermo Carnero se distingue por el rechazo del realismo social y del intimismo confesional. Carnero ha señalado que se ha puesto excesivamente el acento en lo primero para definir una ruptura que consiste en la negación de la poesía como mensaje, tanto si éste es de naturaleza emocional egocéntrica cómo ideológica. Por poesía-mensaje entiende aquella que se propone transmitir significados de recepción inmediata, por su escasa desviación de la lengua estándar y su limitación a los referentes cotidianos y contemporáneos.

       La poesía de Carnero descansa en un intimismo no primario que puede defraudar las expectativas del lector no prevenido.  El intimismo es un componen­te esencial del discurso poético, pero no todo intimismo ha de ser primario. Carnero y otros poetas de su generación han considerado la Historia de la Cultura un ámbito  que por analogía permite dar cuenta de la experiencia cotidiana a través de la cultural, superando el neorromanticismo al trasponer el discurso del yo al de un “él” o un “ello” con el que se identifica. Carnero lo expone y justifica en numerosos textos incluidos en Poéticas y entrevistas (2008), y en su artículo, titulado “Vida o cultura”, publicado en el año 2000 en el suplemento cultural del periódico El Mundo. En él afirma que existen dos grandes ámbitos de experiencia. El primero, los acontecimientos de la vida cotidiana, que son materia poética si afectan a la sensibilidad. El segundo, la Literatura, la Historia o las Artes. Así todo lo que produce emoción y lleva al poeta a la necesidad de escribirse es experiencia. El imaginario cultural empapa la experiencia cotidiana y se convierte en un procedimiento desautomatizador de la expresión de la intimidad, operación de horizonte infinito como lo es el acervo cultural en que puede nutrirse.

       La poética de Guillermo Carnero ha sido definida por dos conceptos básicos: culturalismo y metapoesía. El culturalismo consiste en que el poeta designa a un personaje histórico, literario o representado en una obra de arte, cuando quiere significar que se encuentra en situación existencial similar a la suya; o bien una obra artística o literaria cuando esa obra, tal como él la entiende, significa lo que quiere significar de sí mismo.

       No hay poesía que no provenga de los hechos biográficos, siempre que éstos incidan emocionalmente en la personalidad. Esas modifica­ciones ponen en cuestión la entidad vital de quien las siente, y lo obligan a formularla apelando a todas las facul­tades de la mente. La hibridación instintiva de emoción y reflexión refleja el funcionamiento real del pensamiento, siempre que esa reflexión se asuma con inteligencia emocional.

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     En el contexto de la búsqueda de una alternativa al intimismo directo en la época de su primer libro, Guillermo Carnero ha recordado su lectura y meditación de La paradoja del comediante de Diderot, donde se formula la misma que se plantea Hamlet en la última escena del acto segundo, o Fernando Pessoa cuando escribió “El poeta es un fingidor; / finge tan completamente / que llega a fingir que es dolor / el dolor que de verdad siente”: en otras palabras, es necesario pero no suficiente sentir dolor; hay que saber fingirlo desde el arte de escribir, pero sólo valdrá si no es vitalmente fingido.

       Carnero considera que de la hibridación entre emoción y reflexión, ámbito irrenunciable del discurso poético, procede la metapoesía. Si la interrogación acerca del propio yo, detona­dor básico del discurso poético, tiene como destinatario primordial al poeta en busca de autoconocimiento, la me­tapoesía dará respuesta a interrogantes personales cargados de relevan­cia emocional: por qué la reconstrucción del yo ha de formularse en lenguaje, en qué medida nos leemos y otros nos leen, de qué modo la naturaleza de la experiencia produce la del lenguaje, y vicever­sa. La legitimidad y la necesidad de esas preguntas, y su relevancia en todo proyecto de definición personal por medio de la es­critura no pueden ignorarse, del mismo modo que no se puede eli­minar el pensamiento reflexivo del concierto de las facultades huma­nas que producen la mejor poesía posible. Para Carnero, la metapoesía es una cuestión existencial básica, en quien no tenga el pensamiento disociado de las emociones.

       En Una poética innecesaria, conferencia impartida en la Fundación Juan March en 2004, Carnero afirmaba, recordando a Jaime Gil de Biedma, que la poesía es una aventura de salvación personal, y como esa necesidad la sienten pocos, tiene pocos lectores y vive, de hecho, en las catacumbas. ¿Qué es salvación personal? Respuesta a las preguntas acerca del sentido de la existencia, la entidad del yo, la ética que una persona necesita poseer si para ella carece de sentido cualquier moral preceptiva. La poesía es así una filosofía, de lo concreto y en lo concreto, para quien tiene la desgracia y el privilegio de oír las voces de la salvación en algunos momentos y circunstancias de su vida cotidiana, ante algo o alguien que lo atrae y le exige atención con lo que Salvador Dalí llamaba “evidencia emocional”. La necesidad de salvación se plantea a propósito de hechos biográficos en los que hemos estado emocionalmente comprometidos, y que han puesto en cuestión nuestra entidad personal hasta el punto de obligarnos a reconsiderarla y redefinirla.

       Eso quiere decir que la poesía auténtica es autoconocimiento y terapia, y como dijo Baudelaire, convierte en el oro de la palabra el cieno de la realidad. Los hechos que la desencadenan no son privativos de los poetas; lo excepcional en ellos es la magnitud de su impacto emocional, y la necesidad y la capacidad de convertirlo en un discurso escrito. Quien escribe lo hace primordialmente para saber de sí mismo. Decía Cioran que quien quiera ser aquello que ha venido al mundo a ser debe hacer el vacío a su alrededor; y Pushkin, en uno de sus sonetos, que el poeta debe seguir su camino “firme, tranquilo e insociable”. Ahora bien, el poeta no es esencialmente distinto de los demás, y comparte con ellos los mismos conflictos. Por eso tiene sentido publicar, y se convierte en necesario porque todos queremos dejar de nosotros mismos una definición y un epitafio, y no los hay mejores que la poesía.

       El paso de más de cincuenta años ha revelado la coherencia de la trayectoria de Carnero, en la que hay dos épocas: la primera (hasta 1975) y la segunda (desde 1999 a 2009). Entre ellas, un libro de transición (Divisibilidad indefinida, 1990). Tras la segunda, dos libros, Regiones devastadas (2017) y Carta florentina (2018). La diferencia sustancial entre ambas épocas es que en la segunda culturalismo y metapoesía conviven con un intimismo pasional en que amor y sexo afloran sin máscara. Al mismo tiempo, el desengaño que aparece en la segunda es más profundo y absoluto, y la evocación de la realidad alternativa, añorada y soñada, tiene en la primera época un poder consolatorio que luego desaparece.

       En 1999, después de nueve años de silencio, Carnero publicó Verano Inglés. Como era de esperar ante un libro de amor, la crítica señaló que en él el culturalismo cedía terreno al vitalismo. Carnero respondió que en su obra ha habido siempre tres ingredientes: la experiencia vital, la reflexión sobre ella y las referencias culturales, una fórmula que se ha mantenido a lo largo de toda su obra, aunque a lo largo del tiempo haya podido variar la pro­porción de los ingredientes.

       En efecto, en Verano Inglés se percibía un cambio muy evidente: en ocasiones el yo lírico se mostraba sin la máscara cultural que hasta entonces le había sido consustancial. A ello lo llevó, sin duda, la evolución personal y literaria, así como la elevada temperatura emocional de la experiencia real de la que deriva el libro, en el momento crítico que en la vida de todo hombre es aquel en el que constata que ha dejado de ser joven.            

       ¿Cómo y por qué se escribe, cuál es el detonante de la escritura? Guillermo Carnero lo ha expuesto recientemente en su prólogo a Carta florentina:

       “Algunas situaciones y experiencias dejan en nosotros un sello indeleble y se arrogan una interpelación cuya pertinacia nos convence de que quieren revelarnos qué hemos sido y somos. Son caprichosas y altivas como todos los oráculos; quedan en pie pero de espaldas y sin rostro, como el Ulises pintado junto a Calipso por Arnold Böcklin.

       Abarcan y configuran la personalidad, invaden y vertebran el pensamiento y las emociones. Esa invasión se convierte entonces en ingrediente consustancial a la espiritualidad de quien queda poseído por ella, y cuanto desde entonces haga o deje de hacer llevará, aunque no lo sepa, su sello. No podrá deshacerse de ella, ni anularla. Si cree haberla ahuyentado retornará tan mansa como ineludible. Podrá ignorarla, pero ella seguirá actuando en estado de muerte aparente, sin que se desvelen las razones o el momento de su resurrección. La poesía es efectivamente, como afirmó Wordsworth, emoción recordada en tranquilidad, pero no podemos saber cuánta, es decir, cuánta destilación y atemperación temporal requiere, aunque sí sabemos que si ha de ser auténtica se nos impondrá inevitablemente, en su momento y no en otro”.

       Aunque a veces se haya aplicado a la ligera el calificativo de “venecianos” a los poetas de la generación a la que Carnero pertenece, la llamada “novísima”, “del 68” o “del 70”, no conviene a aquellos de sus componentes que no han asumido el acorde ideológico y emocional que cristaliza en el paradigma simbólico encarnado por la ciudad del Adriático. A ese paradigma confluyen topoi relativos a las limitaciones inherentes a la condición humana, cuyo referente más visible y próximo es el Barroco: la amenaza y la certeza de la muerte, la vanidad de los bienes terrenales, la transitoriedad y la degradación de las facultades humanas. La resonancia última del imaginario veneciano no es la mera constatación de la degradación de todo lo vivo y de su indefensión ante la obra destructora del tiempo, sino la degradación y la indefensión específicas de lo bello, en la medida en que su superior calidad y naturaleza no incluyen la perdurabilidad y la inalterabilidad que lo legitimarían como universo alternativo. En ese sentido, y como un envío cifrado confiado a la sagacidad del buen entendedor, conviven, en la 3ª edición (1998) de la obra poética de Carnero, dos mensajes icónicos complementarios: una vánitas del pintor español del siglo XVII Antonio de Pereda, El sueño del caballero, y el dieciochesco Triunfo de Venecia de Pompeo Batoni. Dicha ambivalencia se mantiene en la ilustración de cubierta de la 4ª edición (2010), que reproduce un ejemplar del Museo de Carruajes de Lisboa cuya decoración conjuga el lujo ostentoso de lo cortesano ceremonial y el de lo funeral.